
Miguel Uribe Turbay sobrevivió a un disparo en la cabeza. Pero el que volvió a morir fue este país.
El atentado en su contra no solo fue un acto violento: fue una grieta abierta en el corazón de una nación que insiste en jugar a la democracia mientras coquetea con la barbarie. No importa si uno está de acuerdo con su ideología o no: cuando un ciudadano es víctima de un atentado en pleno parque, en campaña, lo que retrocede no es una persona. Es Colombia entera y la legitimidad del disenso. Es la esperanza de que, al menos, habíamos cerrado el capítulo más oscuro de nuestra historia: el de los cuerpos como mensajes políticos.
Pero lo más devastador no es solo el disparo. Es quién lo ejecuta: un menor de 15 años. Un niño que dispara a matar. Y ahí el reflejo es otro: no es solo el fracaso de la política, es el fracaso de la sociedad. El Estado no estuvo. No en el esquema de seguridad, que no se reforzó inexplicablemente. Tampoco lo estuvo en los barrios donde crecen niños que aprenden a empuñar un arma antes de escribir una carta y mucho menos en la educación, ni en la justicia, ni en la promesa de un país distinto.
Y que esto no se entienda con que quiero matizar la atrocidad ni tampoco es excusa: es precisamente desde esa podredumbre estructural que nace la urgencia de una transformación real. Porque el dolor de Miguel, de su familia, de quienes lo rodean, no puede convertirse en otro capítulo más de indignación momentánea y olvido funcional. Esto no se arregla con más cámaras ni más policías. Esto no se sana con discursos polarizantes ni con políticos que usan la rabia como herramienta electoral. Se necesita algo más profundo: una cirugía al alma social de Colombia.
El papá de Miguel lo dijo con una dignidad desgarradora: “el alma de mi hijo fue puesta como sacrificio para que Colombia despierte”. Y ese es el verdadero punto de quiebre. No se trata de un partido, ni de una campaña. Se trata de si como país vamos a seguir anestesiados frente al horror, divididos entre derechas e izquierdas, viviendo en los mismos paradigmas de buenos y malos que ya demostraron no funcionar. O si, de una vez por todas, vamos a mirarnos en el espejo y asumir que estamos rotos, pero no vencidos.
Colombia no necesita más mesías. Colombia debe obviar a los políticos para que dejen de jugar a incendiar el país solo porque creen que el humo da votos. El país necesita ciudadanos despiertos y empresarios comprometidos. Necesitamos innovación social antes que represión institucional. Conciencia antes que caudillismo. Y una valentía que no se mida en armas, sino en voluntad de cambiar desde la raíz lo que nos trajo hasta aquí.
El atentado contra Miguel Uribe Turbay es, o el comienzo de un nuevo infierno, o el último grito que necesitábamos para despertar. No porque él lo mereciera. Sino porque, si ni siquiera esto nos sacude, entonces ya no hay nada que salvar.